domingo, 13 de noviembre de 2011

En un cajón de mi vida


Pasan las horas en el cajón oscuro del tiempo; voy a agarrado de la mano del pasado que ya he superado a trompicones, que me recuerda a intervalos lo difícil que es no equivocarse de boca cada vez que le intentas dar un beso a la vida.

Me marcaron de pequeño con un hierro ardiendo en el lomo ciertas cosas, algunas se quedaron solas cuando andaba, buscándose un hueco en aquellos rincones donde encontraron cobijo, simplemente esperando su minuto de gloria, su rayo de luz fugaz que diera colores a las sombras para ponerles un nombre. Otras voces me contaron que las personas no cambian, que no pueden elegir lo que ya tienen escrito en alguna parte... Unas veces susurraban a la espalda de los rostros, otras gritaban estrepitosamente enfrente de ellos... Nunca callaban...

Yo simplemente dejé que los granos de mi reloj de arena fueran mordiendo el polvo por si solos. Me limité a tumbarme y a esperar a las agujas que clavan palabras, a las espinas que no llegan nunca en coronas y a los filos cortantes de los sueños que jamás me atreví a cumplir.

Otros decidieron correr en todas direcciones, algunos incluso solo en una y también fracasaron...

Me tacharon de iluso en la lista de ilusionistas; dijeron que no tenía madera de genio, que jamás cumpliría con cada promesa que no mereciera la pena... Que cerraría los ojos aunque no pudiera ver nada, cada vez que me frotaran la espalda. Nunca podría hacer magia con mis manos, ni recuperar los alientos perdidos que empañaron en otra época los cristales de mi alma.

Otros eligieron dormir en todos los rincones, algunos incluso en una tumba y ya nunca despertaron...

Yo simplemente me senté en total oscuridad, rodeado de la mediocridad más absoluta; asumí que todo sucede por algo y que las manecillas del reloj colocan todo justo donde jamás pensaste y siempre sentiste que deberías haber estado. Sin miedo, seguí dando besos, aún sabiendo que podría quedarme sin dientes, pues supe que con el tiempo o bien se me caerían de sabio, o a mi calavera ya no le serviría de nada dar de comer a mis huesos.

Esperé a que el tiempo me diera la espalda, nada como uno mismo para decirse absolutas verdades... Jamás escuches otras voces que no te salgan de dentro de ti mismo, pues solo tú decides cuando cerrar o abrir los ojos y no las pupilas de otros; aprendí que el olvido siempre se lleva lo que no necesito y me deja lo que mas quiero, aunque sea lo que menos necesite.

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